San Miguel Zapotitlán latía en un solo pulso. Fuimos testigos de la quema del castillo, un ritual de fuego y fe donde las culpas se alzaron en chispas y la noche, purificada, entregó la promesa de un amanecer sin sombras.

Un mar de gente bajo el fuego

La atmósfera era una mezcla de expectación y comunidad. Un océano de gente abrazaba el castillo de pirotecnia, con los celulares parpadeando como un campo de luciérnagas. El aire estaba impregnado con el olor a pólvora y a la comida de la feria, todo mezclado con la brisa fresca que bajaba del cerro. Era una noche donde todos los sentidos estaban alerta.

El estallido del ritual

De pronto, un silbido rasgó la noche y la mecha cobró vida. Un aro de fuego brotó en la base del castillo, y los judíos, con sus mantas blancas y sus creativas máscaras, saltaron como chispas humanas. Cada estallido del castillo golpeaba el pecho como un tambor. Vimos figuras sagradas cruzar el círculo ardiente mientras las ruedas de pólvora giraban, pintando los rostros de la multitud de un rojo incandescente.

La victoria de la luz

El clímax llegó cuando dos lanzas de fuego surcaron la oscuridad. La multitud contuvo el aliento y explotó en un rugido unísono. Un crisantemo naranja abrió sus pétalos sobre el cerro, seguido de otra flor y otra, cada una arrancando aplausos que rodaban como olas. Cuando la última lluvia de estrellas cayó, quedó un resplandor y un murmullo agradecido. En ese nuevo silencio, supimos que la alegría había resucitado, entregando la promesa de un nuevo día.